domingo, 31 de mayo de 2020

DOMINGO DE PENTECOSTÉS, (Ciclo A)



¡Oh Espíritu Santo ven y enciende nuestros corazones en el fuego de tu amor!

Culminamos hoy solemnemente la Pascua, cincuenta días después de la Resurrección. Cincuenta días cronológicamente hablando, pues litúrgicamente se ha tratado de un único y largo día, el día en que actuó el Señor (Salmo 117). La fiesta de hoy celebra, que como colofón de la Pascua se derrama el Espíritu Santo (recordemos que la Iglesia celebra acontecimientos salvíficos y no abstracciones) y es que hoy es derramado el Espíritu Santo como el don por antonomasia y fruto pascual. La que era una


fiesta de cosechas en el antiguo Israel, en la iglesia cobra nueva dimensión al conmemorar la venida del Espíritu como fruto eximio de la cosecha de Dios a través de los trabajos de la muerte y Resurrección del Señor Jesús.

Habíamos comenzado la Pascua en circunstancias anómalas, confinados, en pleno azote de esta pandemia, que aún sufrimos, y la culminamos ahora, ya con el gozo de poder celebrarla solemnemente y comunitariamente en el altar. Hemos vivido ciertamente una Pascua muy peculiar, pero debemos tener la convicción de que no hay situación, difícil o dura que sea, que impida la realización de la obra de Dios en nosotros, porque como dice S. Pablo ¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Tribulación, o angustia, o persecución, o hambre, o desnudez, o peligro, o espada?... en todas estas cosas somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó… ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor, que Dios nos ha manifestado en Cristo Jesús nuestro Señor (Rom 8, 35 – 39) Podemos decir parafraseando a S. Pablo, ¿nos separará de Dios la guerra?, ¿la crisis económica?, ¿sufrir los despropósitos de quienes nos gobiernan?, ¿tal o cual jefe?, ¿tal o cual persona?, ¿una u otra frustración o fracaso de nuestra vida?, ¿la pandemia y sus calamidades? Por fin, ¿la misma muerte? Fijemos nuestra atención en los ejemplos que nos proporciona la historia, hombres en los que en medio de grandes sufrimientos y contradicciones triunfó el amor de Dios. Ellos han sido testigos y son nuestra luz en las oscuridades del alma. Justo en los tiempos recios debemos penetrar más en el corazón y allí hallaremos al buen Dios, pues Dios no está lejos de nosotros

El poder de la muerte y resurrección del Señor Jesús, misterio espiritual en el que hemos sido injertados por el Bautismo, va operando en nosotros a lo largo de nuestras vidas y nada ni nadie lo puede paralizar.Tampoco este nefasto corona virus que nos lacera. Incluso, podríamos decir, que en las circunstancias que nos resultan más adversas son en las que se da más propiciamente el crecimiento de Cristo en nosotros, porque entonces se pone más de manifiesto, que es obra suya y no éxito nuestro, porque cuando nos experimentamos débiles es cuando más nos abrimos a la acción de la gracia de Dios, por eso S. Pablo gustaba decir Por eso me complazco en las debilidades… porque cuando soy débil, entonces soy fuerte (2 Cor 12, 10). Así pues también en las presentes circunstancias, quizá no las mejores a nuestro entendimiento humano, pero las que se nos ha concedido vivir, sean dadas gracias a Dios, por la victoria sobre la muerte en la Resurrección del Señor Jesús y por el don del Espíritu Santo que hoy desciende sobre la Iglesia orante, como en los inicios aconteció con los apóstoles y María reunidos en una misma fe y amor.


El Espíritu estaba presente en la obra creada desde el inicio de los tiempos, pero hoy comienza a estar de forma diversa, derramado en el corazón del hombre el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que nos fue dado (Rom 5,5)  y ello para regenerarlo, para sanarlo, para darle vida reanimándolo y a través del corazón nuevo del hombre dinamizar la sociedad de la Iglesia que es como un cuerpo donde cada uno es un miembro, como decía la segunda lectura de la misa de S. Pablo a los Corintios, y a través de la iglesia renovar como fermento el mundo entero. Aspiramos a un mundo nuevo derivado de un corazón nuevo, no es el mundo que te cambia, sino tú que cambias al mundo. Siempre ha existido el mito del hombre nuevo a lo largo de la historia, a través de revolución política, de reforma, de migrar a un mundo nuevo (recordemos el “sueño americano” una realidad sobrevalorada), últimamente a través del reinventarse, la cultura del cuerpo y con los postulados del denominado transhumanismo que me parece un espejismo más de la historia de las ideas. Todo lo dicho aspira a un  cambio superficial, que viene de fuera hacia dentro, es el objeto de la propaganda universal muy adecuada a un hombre desencantado de todo y que busca estímulos nuevos, sin saber quién es y de dónde viene; pero el cambio sustancial, que se da poco y en pocos, aunque es la solución general y el que determina realmente progreso de la humanidad, ese cambio acontece de dentro hacia fuera, desde el corazón. El espíritu Santo viene a nosotros para renovar nuestro corazón y producir el ansiado hombre nuevo, cuya perfección se realiza en el amor y la verdad. El hombre nuevo es fruto del rescate del amor, no de otras instancias ideológicas.
El Espíritu Santo queda así constituido como alma de la Iglesia, según reza el prefacio de la misa de hoy. Por tanto nos da vida como individuos y evita seamos muertos vivientes, seres con forma humana, pero sin humanidad, nos hace elásticos, para que no seamos rígidos, pues las almas rígidas se quiebran y no vuelan alto y en el orden social, infunde vida a la Iglesia, para que no sea una mera superestructura, rancia, que aplasta al hombre con una caterva de normas, sino una comunidad de amor, donde el hombre se encuentra con el hombre y con Dios. Sociedad en la que aparece el milagro de la vita communis, aquel ideal de la Iglesia primera que se congratulaba de tener un solo corazón y una sola alma (Hech 4, 32-37). Y es que el Espíritu, que purifica y renueva el corazón del hombre, también realiza la communio, por ser ejecutor de la armonía divina en el cosmos haciendo que lo diverso se encuentre, superando el caos de Babel, como hemos visto narrado en la primera lectura en la que se vencía la diversidad de lenguas, creando unidad entre los que sólo estaban reunidos y tras recibir el Espíritu estuvieron sólidamente unidos en comunión. Y es que el amor lo hace todo nuevo.

Cristo llama al Espíritu Paráclito, en Evangelio de S. Juan, significa que es consolador y abogado defensor, Espíritu de Caridad, capaz de consolar y de Espíritu de Verdad, porque nos defiende como un abogado ante la tentación de todo cuanto es mentira. Así guía nuestra vida a su perfección o sea a la realización de la verdad en el amor (Efesios 4, 13.15): nos prepara para que lleguemos al hombre perfecto… entonces estaremos en la verdad y el amor.

Espíritu de la Verdad, que como un abogado defensor nos defiende en el pleito de la vida presente, contra todo tipo de falsedad o engaño que pretende desviarnos del camino de la verdad y del bien. La mentira acecha y es fácil caer en ella porque ofrece una vida más fácil, aunque nos deja imperfectos, por su superficialidad, rotos, indefensos ante las pruebas, sin sentido, por tanto abandonados en una conciencia caótica. La verdad siempre supone complicaciones, riesgos, ejercicio audaz de la fe, sacrificios, pero tiene como resultado conducirnos a la perfección de nuestra humanidad, nos brinda sentido, nos libera, principalmente de nosotros mismos, de nuestra subjetividad, pues nos libera de la fascinación de la vanidad que confunde nuestro entendimiento, y daña nuestro discernimiento del bien y del mal. Ubi Spiritus ibi libertas.

El Paráclito, es a la vez un espíritu de Amor, por tanto conduce lo diverso a la unidad, nos hace superar el odio que separa y nos hace inhumanos, nos libera de la parte, que angustia, pues el amor habita siempre en la totalidad, nos libera de la pequeñez, pues dilata nuestro corazón hasta el infinito, dinamiza nuestra voluntad para que secunde el bien, sacándonos de nuestras torpezas e inercias. Donde reina el amor hay alegría e inocencia, algo que el mundo no conoce. Ganas de vivir la vida que se reencuentra en su justa media y real dimensión, liberándonos de tantas visiones deformadas que nos vamos creando acerca de lo que es la vida y su destino. Por ser un Spiritus caritatis viene derramado en el corazón pues con el corazón amamos, pero habrá que hacerle espacio renunciando a tantas cosas que embotan nuestro corazón y le quitan agilidad, tantos apegos a cosas, a ideas, a nosotros mismos. Mayor éxito en Dios cuanto menos se posee y más olvidado de sí se vive. El amor es así de paradójico, no teniendo nada lo posee todo, no viendo claro nada lo espera todo, reconociendo la propia debilidad se complace en Dios y quien confía en Dios todo lo puede.

El Espíritu Santo en definitiva es exceso de amor, oriundo de una armonía divina y no fruto de una embriaguez dionisíaca (Balthasar). Por eso no es un jolgorio apasionado, sino que, como con agudeza indica un himno gregoriano de S. Ambrosio, es caracterizado por su sobria ebrietas sobriedad, laetibibamussobriamebrietatemSpiritus.




¡Ven Espíritu, manda tu luz desde el cielo, tan necesaria para salir de tantos laberintos y trampas que el hombre se ha creado pretendiendo ser autosuficiente ante Dios, tal que ya no sabemos ni cómo determinar dónde está el bien y el mal!
¡Ven padre de los pobres, porque te manifiestas protector de los débiles y te alejas de los satisfechos y seguros de sí mismos!
¡Libéranos de nuestros miedos y angustias, que comprometen continuamente nuestra felicidad. Perdona nuestros pecados y sana nuestro enfermo corazón que prefiere muchas veces el pecado a la inocencia de una vida recta y sincera!

¡Oh Espíritu Santo ven y enciende nuestros corazones en el fuego de tu amor!



D. Luis Miguel Castillo Gualda.
Rector de la Basílica del Sagrado Corazón.

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