¡Oh Espíritu Santo ven y enciende nuestros corazones en el
fuego de tu amor!
Culminamos hoy
solemnemente la Pascua, cincuenta días después de la Resurrección. Cincuenta días
cronológicamente hablando, pues litúrgicamente se ha tratado de un único y
largo día, el día en que actuó el Señor (Salmo 117). La fiesta de hoy
celebra, que como colofón de la Pascua se derrama el Espíritu Santo (recordemos
que la Iglesia celebra acontecimientos salvíficos y no abstracciones) y es que hoy
es derramado el Espíritu Santo como el don por antonomasia y fruto pascual. La
que era una
fiesta de cosechas en el antiguo Israel, en la iglesia cobra nueva dimensión al conmemorar la venida del Espíritu como fruto eximio de la cosecha de Dios a través de los trabajos de la muerte y Resurrección del Señor Jesús.
fiesta de cosechas en el antiguo Israel, en la iglesia cobra nueva dimensión al conmemorar la venida del Espíritu como fruto eximio de la cosecha de Dios a través de los trabajos de la muerte y Resurrección del Señor Jesús.
Habíamos
comenzado la Pascua en circunstancias anómalas, confinados, en pleno azote de
esta pandemia, que aún sufrimos, y la culminamos ahora, ya con el gozo de poder
celebrarla solemnemente y comunitariamente en el altar. Hemos vivido
ciertamente una Pascua muy peculiar, pero debemos tener la convicción de que no
hay situación, difícil o dura que sea, que impida la realización de la obra de
Dios en nosotros, porque como dice S. Pablo ¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Tribulación, o
angustia, o persecución, o hambre, o desnudez, o peligro, o espada?... en todas
estas cosas somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó… ninguna
otra cosa creada nos podrá separar del amor, que Dios nos ha manifestado en
Cristo Jesús nuestro Señor (Rom
8, 35 – 39) Podemos decir parafraseando a S. Pablo, ¿nos separará de
Dios la guerra?, ¿la crisis económica?, ¿sufrir los despropósitos de quienes
nos gobiernan?, ¿tal o cual jefe?, ¿tal o cual persona?, ¿una u otra
frustración o fracaso de nuestra vida?, ¿la pandemia y sus calamidades? Por
fin, ¿la misma muerte? Fijemos nuestra atención en los ejemplos que nos
proporciona la historia, hombres en los que en medio de grandes sufrimientos y
contradicciones triunfó el amor de Dios. Ellos han sido testigos y son nuestra
luz en las oscuridades del alma. Justo en los tiempos recios debemos penetrar
más en el corazón y allí hallaremos al buen Dios, pues Dios no está lejos de
nosotros

El poder de la muerte y resurrección del Señor Jesús, misterio
espiritual en el que hemos sido injertados por el Bautismo, va operando en
nosotros a lo largo de nuestras vidas y nada ni nadie lo puede paralizar.Tampoco
este nefasto corona virus que nos lacera. Incluso, podríamos decir, que en las
circunstancias que nos resultan más adversas son en las que se da más
propiciamente el crecimiento de Cristo en nosotros, porque entonces se pone más
de manifiesto, que es obra suya y no éxito nuestro, porque cuando nos
experimentamos débiles es cuando más nos abrimos a la acción de la gracia de
Dios, por eso S. Pablo gustaba decir Por eso
me complazco en las debilidades… porque cuando soy débil, entonces
soy fuerte (2 Cor 12, 10). Así pues también en las presentes
circunstancias, quizá no las mejores a nuestro entendimiento humano, pero las
que se nos ha concedido vivir, sean dadas gracias a Dios, por la victoria sobre
la muerte en la Resurrección del Señor Jesús y por el don del Espíritu Santo
que hoy desciende sobre la Iglesia orante, como en los inicios aconteció con
los apóstoles y María reunidos en una misma fe y amor.
El Espíritu
estaba presente en la obra creada desde el inicio de los tiempos, pero hoy
comienza a estar de forma diversa, derramado en el corazón del hombre el amor de Dios ha sido derramado en nuestros
corazones por medio del Espíritu Santo que nos fue dado (Rom 5,5)
y ello para regenerarlo, para sanarlo, para darle vida reanimándolo y a
través del corazón nuevo del hombre dinamizar la sociedad de la Iglesia que es
como un cuerpo donde cada uno es un miembro, como decía la segunda lectura de
la misa de S. Pablo a los Corintios, y a través de la iglesia renovar como
fermento el mundo entero. Aspiramos a un mundo nuevo derivado de un corazón
nuevo, no es el mundo que te cambia, sino tú que cambias al mundo. Siempre ha
existido el mito del hombre nuevo a lo largo de la historia, a través de
revolución política, de reforma, de migrar a un mundo nuevo (recordemos el
“sueño americano” una realidad sobrevalorada), últimamente a través del
reinventarse, la cultura del cuerpo y con los postulados del denominado
transhumanismo que me parece un espejismo más de la historia de las ideas. Todo
lo dicho aspira a un cambio superficial,
que viene de fuera hacia dentro, es el objeto de la propaganda universal muy
adecuada a un hombre desencantado de todo y que busca estímulos nuevos, sin
saber quién es y de dónde viene; pero el cambio sustancial, que se da poco y en
pocos, aunque es la solución general y el que determina realmente progreso de
la humanidad, ese cambio acontece de dentro hacia fuera, desde el corazón. El
espíritu Santo viene a nosotros para renovar nuestro corazón y producir el
ansiado hombre nuevo, cuya perfección se realiza en el amor y la verdad. El
hombre nuevo es fruto del rescate del amor, no de otras instancias ideológicas.
El Espíritu Santo
queda así constituido como alma de la Iglesia, según reza el prefacio de la
misa de hoy. Por tanto nos da vida como individuos y evita seamos muertos
vivientes, seres con forma humana, pero sin humanidad, nos hace elásticos, para
que no seamos rígidos, pues las almas rígidas se quiebran y no vuelan alto y en
el orden social, infunde vida a la Iglesia, para que no sea una mera
superestructura, rancia, que aplasta al hombre con una caterva de normas, sino
una comunidad de amor, donde el hombre se encuentra con el hombre y con Dios.
Sociedad en la que aparece el milagro de la vita communis, aquel ideal
de la Iglesia primera que se congratulaba de tener un solo corazón y una sola
alma (Hech 4, 32-37). Y es que el Espíritu, que purifica y renueva el corazón
del hombre, también realiza la communio, por ser ejecutor de la armonía
divina en el cosmos haciendo que lo diverso se encuentre, superando el caos de
Babel, como hemos visto narrado en la primera lectura en la que se vencía la
diversidad de lenguas, creando unidad entre los que sólo estaban reunidos y
tras recibir el Espíritu estuvieron sólidamente unidos en comunión. Y es que el
amor lo hace todo nuevo.
Cristo llama al
Espíritu Paráclito, en Evangelio de S. Juan, significa que es consolador y
abogado defensor, Espíritu de Caridad, capaz de consolar y de Espíritu de Verdad,
porque nos defiende como un abogado ante la tentación de todo cuanto es
mentira. Así guía nuestra vida a su perfección o sea a la realización de la
verdad en el amor (Efesios 4, 13.15): nos prepara para que lleguemos al hombre
perfecto… entonces estaremos en la verdad y el amor.
Espíritu de la
Verdad, que como un abogado defensor nos defiende en el pleito de la vida
presente, contra todo tipo de falsedad o engaño que pretende desviarnos del
camino de la verdad y del bien. La mentira acecha y es fácil caer en ella
porque ofrece una vida más fácil, aunque nos deja imperfectos, por su
superficialidad, rotos, indefensos ante las pruebas, sin sentido, por tanto
abandonados en una conciencia caótica. La verdad siempre supone complicaciones,
riesgos, ejercicio audaz de la fe, sacrificios, pero tiene como resultado
conducirnos a la perfección de nuestra humanidad, nos brinda sentido, nos
libera, principalmente de nosotros mismos, de nuestra subjetividad, pues nos
libera de la fascinación de la vanidad que confunde nuestro entendimiento, y
daña nuestro discernimiento del bien y del mal. Ubi Spiritus ibi libertas.
El Paráclito,
es a la vez un espíritu de Amor, por tanto conduce lo diverso a la unidad, nos
hace superar el odio que separa y nos hace inhumanos, nos libera de la parte,
que angustia, pues el amor habita siempre en la totalidad, nos libera de la
pequeñez, pues dilata nuestro corazón hasta el infinito, dinamiza nuestra
voluntad para que secunde el bien, sacándonos de nuestras torpezas e inercias. Donde
reina el amor hay alegría e inocencia, algo que el mundo no conoce. Ganas de
vivir la vida que se reencuentra en su justa media y real dimensión,
liberándonos de tantas visiones deformadas que nos vamos creando acerca de lo
que es la vida y su destino. Por ser un Spiritus caritatis viene derramado
en el corazón pues con el corazón amamos, pero habrá que hacerle espacio
renunciando a tantas cosas que embotan nuestro corazón y le quitan agilidad,
tantos apegos a cosas, a ideas, a nosotros mismos. Mayor éxito en Dios cuanto
menos se posee y más olvidado de sí se vive. El amor es así de paradójico, no
teniendo nada lo posee todo, no viendo claro nada lo espera todo, reconociendo
la propia debilidad se complace en Dios y quien confía en Dios todo lo puede.
El Espíritu Santo
en definitiva es exceso de amor, oriundo de una armonía divina y no fruto de
una embriaguez dionisíaca (Balthasar). Por eso no es un jolgorio apasionado,
sino que, como con agudeza indica un himno gregoriano de S. Ambrosio, es
caracterizado por su sobria ebrietas sobriedad, laetibibamussobriamebrietatemSpiritus.
¡Ven padre de los pobres, porque te manifiestas protector de
los débiles y te alejas de los satisfechos y seguros de sí mismos!
¡Libéranos de nuestros miedos y angustias, que comprometen
continuamente nuestra felicidad. Perdona nuestros pecados y sana nuestro
enfermo corazón que prefiere muchas veces el pecado a la inocencia de una vida
recta y sincera!
¡Oh Espíritu Santo ven y
enciende nuestros corazones en el fuego de tu amor!
D. Luis Miguel Castillo Gualda.
Rector de la Basílica del Sagrado Corazón.





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