martes, 28 de abril de 2020

MEDITACIÓN JUBILAR del primer Viernes de Mayo


"COMO MARÍA GUARDEMOS TODO EN EL CORAZÓN"



Volvemos a celebrar los amores de un corazón tan santo como el de Jesús, Nuestro Señor. Y este primer viernes de Mayo nos evoca la devoción popular a la bienaventurada Virgen María, nuestra Madre, Madre de la Iglesia, pero sobre todo Madre de Cristo. Fue Ella, quien dio rostro humano a Dios ofreciéndole su carne, cuando entregó su corazón al Señor, al aceptar, sin condiciones, la llamada divina. Así pues ha sido gracias a María, que ha aparecido el portento de Cristo, con un rostro a quien contemplar y del que poder enamorarse, y con un corazón que reclama nuestros afectos. Si en los inicios Adán pudo decir de Eva “ésta sí es carne de mi carne” (Gen 2, 23), en la Encarnación y en la Navidad, la nueva Eva, María, bien pudo decir también de Jesús, el nuevo Adán, “éste sí que es carne de mi carne” ¡De tal Madre tal Hijo! .

No conviene que pasemos por alto el detalle de que toda


 la colaboración a la historia de la salvación la ofreció esta Virgen Purísima por darse a Dios sin condiciones, sin condiciones… este dato debe ser siempre para nosotros un punto de referencia al que hay que continuamente volver, porque nos salimos frecuentemente por la tangente… Ese entregarse sin condición alguna supone dejar plena libertad a Dios, para que entre y salga por nuestro corazón. Apenas introducimos una condición un “si…” o un “pero…” al Señor, ya no puede manifestarse Él en nosotros en todo su esplendor. Recordemos lo que varias veces hemos meditado acerca de que el pequeño corazón del hombre tiene una terrible responsabilidad, o sea, servir de tránsito para el omnipotente Dios que se “somete” a la voluntad humana. Digo terrible responsabilidad, porque nuestra fragilidad nos aboca muchas veces a no sólo no ser puerta de tránsito para Dios, sino a ser un obstáculo que retrasa la expansión del Reino de Dios por este mundo. Y sin embargo, así lo ha querido Dios y no lo permite de otra forma. No podemos renunciar a nuestra responsabilidad de ser hombres.

  Ojalá halláramos la fuente de nuestra alegría más auténtica en responder con un sí generoso e incondicional a Dios, como hizo la Madre de Cristo. De forma contraria nuestra alegría será siempre frágil y en dependencia de que se cumplan en nuestras vidas las condiciones con las que amordazamos al amor de Dios. Mi alegría no debería por tanto derivar de que se cumpla esto o aquello en mi historia, sino en participar de los amores cruzados entre nuestro corazón y el de Jesús, “todo para mí, nada para ti; todo para ti nada para mí” es el lema de los enamorados y así lo expresa S. Juan de la Cruz en dichos de luz y amor (nn.109-110). Y aun con todo, ¡es tan humano condicionar, desear, anhelar!, sobre todo cuando nuestras intenciones son rectas y nobles, pues ¿qué hombre vive sin deseos, sin dejar de ser un auténtico hombre? Dios lo sabe, pero espera de nosotros que confiemos en Él, que dejemos todos nuestros cuidados en su corazón, que no los olvida, reclinando nuestra cabeza sobre su pecho. Esta disposición interior no puede ser mejor expresada que como lo hizo nuestro gran místico S. Juan de la Cruz en la estrofa octava del poema Noche oscura del alma:
"Quedéme y olvidéme, 
el rostro recliné sobre el Amado,
 cesó todo y dejéme, 
dejando mi cuidado
 entre las azucenas olvidado"

Este descansar en Dios, como S. Juan en la última cena, es fuente de mucha sabiduría espiritual que jamás alcanzaremos por ningún otro medio, sino por el de la incondicional confianza en el Señor. Esta confianza es un grado exquisito de amor de la criatura al Creador. Como vemos, tenemos a un Dios muy “celoso”, es un Dios del amor, de amores entiende mucho y está apasionado por nosotros. ¡Cuán delicioso es tu amor! exclama el amado en el Cantar de los Cantares (Ct 4, 10), que parece da voz a Cristo deseando le entreguemos nuestro corazón. Si salimos de esta clave amorosa para interpretar la obra de Dios en nosotros, estamos perdidos, porque no la podemos entender… ¿quién comprende la lógica de los amores? Cristo desea más nuestros rendidos amores, que nuestros fervorosos amores. Así pues, nos movemos casi todos entre el estado embrutecido, propio más de bestias que de hombres, en el que no queremos a nadie ni deseamos nada y el estado más sublime, propio de los que ya han fundido su voluntad con la del Altísimo, que aman a todos y lo desean todo en el que es todo, Dios. Será la confianza en el corazón de Cristo amante, la fuerza que siempre moverá nuestras vidas hacia lo alto, escapando del embrutecimiento a lo sublime.
Intentemos, imitando a la Virgen, contemplar el corazón de Jesús como Ella misma lo contemplaba. ¿Quién mejor que el corazón de una madre, conoce el corazón de un hijo? Y para que se realice en nosotros esta conformación al corazón de María, es necesario aprender a guardarlo todo en el corazón (Lc 2,19). Esta dulce doncella era capaz de penetrar hasta lo más hondo en su corazón, con la agilidad propia las almas puras, de los espíritus libres, de aquellos que aman. Convenzámonos, si no vivimos a nivel de corazón profundo, es imposible que alcancemos al corazón de Cristo…

Entonces, ¿cómo penetrar en mi corazón? Ya llevamos mucho tiempo confinados luchando contra este cruel virus, y quizá hemos empezado a darnos cuenta de que no es tan fácil estar quietos y encerrados con nosotros mismos. Por desgracia podemos pasar este tiempo dilapidándolo, evadiéndonos, basta enchufar la televisión y ver qué tipo de programación predomina, o la vulgaridad que nos embrutece o el martilleo castigador de todas las histerias sociales e ideologías que pululan jaleadas por el espíritu del mundo. Nada de eso puede satisfacer a un alma que aspira a los amores divinos, a la elevación espiritual. Al fin, de este grandísimo mal, una epidemia que amenaza nuestra salud e incluso la vida, hemos de sacar algo bueno, para construirnos como hombres. Pero realizar esta hazaña espiritual sólo es posible si penetramos nuestro corazón. Se impone de nuevo hacernos la pregunta: ¿cómo penetrar en mi corazón? Porque es en nuestro tabernáculo donde mora Dios, nuestro tesoro, pero no es fácil vivir en él. Son tantos los reclamos, las evasiones, las alienaciones, ciertamente uno se pregunta cómo es posible que sea tan arduo vivir a nivel de corazón profundo, como vivieron aquellos primeros padres nuestros antes del pecado original, antes de ser expulsados del paraíso, o sea del más profundo centro de su corazón, donde sólo el hombre halla la felicidad. Se me ocurre, como auxilio a nuestra indigencia, un triple consejo que los monjes de la tebaida, los llamados padres del desierto, aconsejaban a sus seguidores. Se trata de seguir el camino indicado por esta triple llamada: ¡retírate, estate quieto y calla! (fuge, quiesce, tasce). Esto es lo que tenía que hacer un morador del desierto y lo que se requiere para internarnos en el corazón profundo. Sin esta atmósfera que propicia la liberación del amor, es imposible morar en el interior del corazón, aunque, nos quede claro, la corteza del corazón sólo se traspasa con la fuerza invencible del amor. No se llega al núcleo de nuestra persona por técnica alguna, venerable que sea, sino consecuencia del mucho amor. Pero estos sabios consejos de los grandes combatientes del espíritu propician y custodian el amor. No los despreciemos. Todos somos algo monjes en nuestro interior y ahora confinados en casa un poco más si cabe.

 ¡Fuge, huye! Hay que huir de todo lo que nos dispersa, debilitando los deseos santos de nuestro corazón. Los monjes huían de la ciudad y se retiraban, como también nosotros necesitamos huir de los mil reclamos que nos llegan por los sentidos cada día o estamos perdidos, porque rompen nuestra unidad interior. Primero constrúyete tú, luego sal a obrar y a construir la ciudad de los hombres.

¡Quiesce, estate quieto! Aprende a permanecer en pasión no en acción. 

Hay que dar tiempo con generosidad a Dios. Centrar nuestra atención en Él. El tiempo dedicado a adorar a Dios no es algo aburrido, por el contrario es lo más entretenido para el alma humana, pues es ponerse en apertura al infinito, abrir el corazón a Dios y saber esperar, quietos, dejando al Espíritu que nos cubra como a María, que nos empape bien… El confinamiento es ocasión de poder dedicar más tiempo a la consideración de Dios, a la plegaria y en especial a la adoración. No sea ocasión para perder medio día con mensajes de teléfono o frente al televisor.  

¡Tasce, calla! Guardar silencio no es fácil. Se trata de algo más que moderar la lengua, aunque lo implica. Hay que refrenar las obsesiones y los juicios continuos de nuestra psicología, que acusa a los demás cuando estamos a solas profanando la pureza de nuestro corazón. Para callar hay que aprender a estrellar contra la roca de Cristo los pensamientos superfluos o dispersivos, como aconseja el gran San Benito 5 en su regla. Nos vienen a todos estos reclamos interiores o imaginaciones negativas pero hay que ser astutos y dejarlos pasar. Potenciemos las imaginaciones positivas, pensando en lo que es bueno, en Dios, en Cristo, en María, en los ejemplos eximios de los santos y de los sabios, en el inocente deleite que proporciona la contemplación del cosmos y su armonía. S. Teresa del niño Jesús gustaba mirar desde el claustro la inmensidad del cosmos y las estrellas, como fuente de pureza interior. Pero si no miramos casi nunca al cielo, nos hundiremos en la tierra... Comienza no dando demasiada importancia a lo que te da excesivas vueltas en la cabeza, aprendamos a escapar una y otra vez, pues nunca se hace de una vez para siempre, tantas veces como veas que vuelves a enredarte en pensamientos vanos o impuros o pesimistas. No te pongas en tensión, que es peor, sino déjate caer en Dios, precipítate en su inmensa profundidad pacífica y amorosa, como uno que excesivamente cansado se deja coger. Por otra parte, para callar hay que introducir algo sobre lo que apoyar nuestra mente, que se considera viva cuando piensa, pues no buscamos un silencio de vacío. Hay que ocupar nuestra mente y nuestro corazón con amor, concentrándose en vivir el momento presente, cada breve momento, como sumergidos en la atmósfera de Dios, haciendo de lo pequeño, que nos toca gestionar, algo grande, gracias al poder del amor.  
Pero dejemos ahora por un momento todo este intrincado mundo de la ascética, para salir al encuentro del Señor y gozar, si quiera un momento, de sus amores. Un momento de visitación divina paga todas sus ausencias y todos nuestros sacrificios. ¡Mucha es nuestra miseria Señor, pero nuestra paz radica no tanto en nuestra virtud cuanto en nuestra confianza, pues Tú te has comprometido a darnos el ansiado reposo interior diciéndonos "Venid a mi todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré" (Mt 11,28). No has delegado algo tan primordial para el hombre en nada ni nadie. Tú mismo te has comprometido a darnos la paz. Sabemos que no somos constantes ni ardientes en el amor, pero Tú no cesas de invitarnos con persuasión una y otra vez “venid a mí…” para que hallemos solución a todos nuestros interrogantes, a las penas y aflicciones, a los deseos, a las frustraciones, a los pecados, a la vida y a la muerte.


 ¡Oh amable María, por el amor de tu Hijo Jesús, llévanos a Él! 
¡Oh buen Jesús, por el amor de tu Madre María,
 no permitas que nos separemos de Ti!  

¡SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS, EN TÍ CONFÍO!




 Luis Miguel Castillo Gualda.
 Rector de la Basílica del Sagrado Corazón






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