domingo, 26 de abril de 2020

Meditación III DOMINGO DE PASCUA



Celebramos hoy, queridos hermanos, el tercer domingo de Pascua, de esta Pascua singular que estamos viviendo todos en reclusión, cuando otras veces era una época muy expansiva, en la que salíamos a pasear y celebrar la victoria de Cristo, tal vez en el entorno natural viendo jugar a los niños. En fin, la vida trae y la vida lleva. Todo pasa, Dios permanece. Pero la reclusión del cuerpo no conlleva la del espíritu, que siempre está dispuesto para volar y volar bien alto, alcanzando a ver más de lejos, que cuando todo va bien, ya que nos suele suceder que en la bonanza nos relajamos en exceso; pero en las situaciones de sufrimiento, el hombre puede agudizar no sólo su ingenio, sino que también su espíritu, dirigiendo la mirada interior a Dios.

  Las lecturas de la Eucaristía de este domingo nos ayudan
precisamente a ello, a fijar nuestra mirada en Cristo Jesús. En la primera lectura tomada de los Hechos de la Apóstoles, volvemos a escuchar a S. Pedro en uno de sus grandes discursos pascuales, hoy correspondiente al día de Pentecostés. 
Se trata de todo un anuncio kerigmático, pues contiene toda la fuerza de la iglesia naciente, que se fundamenta en la muerte y resurrección del Señor. En estas palabras de S. Pedro está contenida, como en una semilla, toda nuestra Fe. Se presenta a Jesús como el Señor y ¡qué Señor! ¡Cuán diferente al fundador de cualquier otra tradición religiosa! Tiene palabras de vida eterna, pero muere en la ignominia de una cruz. Este mensaje puede parecer a los hombres, como ya ocurrió en la antigüedad, una locura o un escándalo, a nosotros nos hace recordar aquello de Tertuliano credo quiaabsurdum, “creo porque es absurdo”, es decir sólo la Fe puede aceptar el mensaje que pronuncia S. Pedro y sólo aceptándolo puede nutrirse la Fe. Sólo puede que ser verdad algo tan contrario a la lógica del éxito humano, y que se haya mantenido siglo tras siglo enardeciendo los corazones de tantos hombres, algo tal, sólo puede suceder por ser verdad y estar avalado por Dios.


Si reflexionamos con el Evangelio, lo primero que observamos es como se presenta el día del encuentro de los discípulos de Emaús como el primer día de la semana, o sea el día del Señor, el dies dominica, el domingo. La comunidad cristiana se reunía para celebrar la Eucaristía el día posterior al sábado de los hebreos, para distinguirse de ellos, en memoria de la resurrección, que fue al tercer día, o sea el día siguiente al sábado. Jesús hace así avanzar el Antiguo Testamento hacia el Nuevo, la Ley hacia la Gracia, el sábado hacia el domingo, abriendo la puerta para acceder a algo nuevo, preparado por Él, así es el Señor. Si entramos por esta  “puerta” alcanzaremos algo nuevo, todo lo que somos no dejaremos de serlo, sino que se perfeccionará, o sea progresará en el amor, todo lo que eres y tus ingenios para el mal, se transformarán en instrumentos para el bien, porque el que vive en Cristo, se une tan indisolublemente con Él, que corre la misma suerte que su Señor, alcanzando una vida para el Bien sin vuelta atrás. Lo malo de nuestras vidas titubeantes es que volvemos mucho para atrás, pero quien atraviesa ciertos umbrales ya no regresa, esta es la liberación del amor. Dichosos quienes la viven.

En definitiva Cristo y su Resurrección redimen el tiempo, haciéndonos entrar en la dinámica del día primero o día tercero o día octavo, es la misma realidad, se trata del más allá vivido en el más aquí, la vida en Cristo que es anticipación de la eternidad, y todo esto se nos brinda en la celebración de la Sacratísima Eucaristía. Como dice el Evangelio de hoy “lo reconocieron al partir el pan”.
 La fractiopanis, “fracción del pan”, es uno de los rituales más antiguos de la liturgia cristiana, y hace referencia a la Sagrada Eucaristía. Vivimos de la Eucaristía, pero dice el evangelio que Él, el Señor, desapareció. Así es la vivencia de la mística sacramental. Todos, cada uno a su forma, unos más y otros menos, reconocemos al Señor en la fracción del Pan, que es siempre un paso intenso, pero rápido. Jesús pasa, lo reconoces, en la FE, pero desaparece. Todos sentimos el deseo de que se quede con nosotros, como aquellos de Emaús, pues atardece, o sea experimentamos que todo llega a su fin, todo lo que es fuente de alegría y de goce en esta vida, al fin se acaba, sólo Dios permanece. Así la Eucaristía es la mayor teofanía (manifestación de Dios) que poseemos como iglesia peregrina. Un pan no sagrado por los votos de los fieles, sino consagrado por la unción del Espíritu Santo, un pan entregado, por eso partido por nosotros, pues Jesús es siempre dado, no reservado, repartido entre todos, para congregarnos uniéndonos a todos en un mismo cuerpo.

Cabe por tanto preguntarse si en estas semanas de confinamiento, en ausencia de celebración y de congregación de la comunidad creyente, sentimos más hambre de Cristo, de Cristo Eucarístico, y más hambre de iglesia, más hambre también necesariamente de justicia, de bondad y de misericordia, que son la carta de presentación de una vida de verdadera devoción eucarística. Hermanos y amigos, si confinarnos nos conduce a aislarnos, a replegarnos, a defendernos, a desconfiar, mal camino llevamos, mas si esta reclusión la impregnamos de amor de Dios, saldremos de ella mejores adoradores de Cristo en la Santísima Eucaristía, adoradores en espíritu y en verdad, entonces reconoceremos fácilmente al Señor Jesús “al partir el pan”. 

¡Quédate Señor con nosotros, el sufrimiento de esta pandemia nos supera, vemos mucho atardecer, mucho dolor, y deseamos alcanzar un amanecer glorioso junto a Ti, preludio de un día sin ocaso.
 Hemos pecado mucho Señor, hemos sido frívolos, insensibles y tibios, quizá no merecemos lo que te pedimos, pero no olvides Señor, que somos tuyos, tuyos somos Señor, cuídanos como un pastor a su grey, por tu honor, porque Tú eres bueno y amigo de los hombres, sácanos de esta calamidad y daremos gloria a tu nombre! 


Amén

Luis Miguel Castillo Gualda.
Rector de la Basílica del Sagrado Corazón Valencia 


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