AMAR Y SUFRIR JUNTO CON EL CORAZÓN DE JESÚS
Queridos hermanos y amigos, devotos todos del Sagrado Corazón:
Vivimos hoy un primer viernes de este mes de Abril, como quizá nunca lo
habíamos experimentado antes, y como, así lo rogamos, quizá no volvamos a tener
que vivirlo.
El dolor y el temor circulan por nuestras calles y casas, con esta pandemia que
azota la humanidad y se cobra tantas vidas. Nuestros altares, fuente de alegría y
consuelo, están ahora desolados, como Jerusalén cuando era devastada y expoliada
por los ataques de los enemigos de Israel; pero nunca todo está perdido, porque, ¡oh
maravilla!, Dios que nos creó a su imagen y semejanza, nos dotó de corazón y un ser
con corazón es capaz de lo mejor, de lo más exquisito, pudiendo transformar la
realidad modulando sus dos impulsos más esenciales, que brotan directamente de
su corazón: el amar y el sufrir. Así el menesteroso y débil hombre, con el amor y el
sufrimiento, puede reconducir hacia Dios Altísimo todas las cosas y puede acoger,
como en un abrazo universal y fraternal, a todos los hombres, no a algunos, sino a
todos. Y es que el corazón tiene vocación de eternidad y universalidad.
Hermanos, con nuestro corazón, fuerte y fervoroso que esté, frágil y
tembloroso que sea, podemos amar y sufrir. No hay otra forma de mover este
mundo presente y transfigurarlo, según la voluntad de Dios, salvo que amando y
sufriendo, libremente como hijos, ya no sometidos al temor y al rigorismo del
cumplimiento religioso; sino siendo buscadores de Dios y siendo encontrados por
Dios, dado que si Él no viene a nosotros ¿de qué serviría todo nuestro empeño
religioso?...
Se nos podrá arrebatar todo. Es decir, la libertad de movimiento y de
relaciones sociales, con el confinamiento, las alegrías de la divina liturgia, privados
del culto solemne del altar, nuestros legítimos bienes, pues esta epidemia nos va a
empobrecer a muchos, se nos privará de la salud, si el dichoso virus nos alcanza, se
nos privará de la presencia de seres amados, si se nos han ido por sufrir esta
enfermedad, pero de lo que nunca se nos privará es de ser señores de nuestro
corazón.
Tú eres tu corazón, recuérdalo. El corazón es donde eres lo que realmente
eres, como decía S. Agustín ubi sum quicumque sum (donde soy lo que realmente
soy). Esta es nuestra elevada dignidad esta es nuestra calidad de vida: el poder de gobernar nuestro corazón, el ser sacerdotes de nuestro propio santuario interior,
ejerciendo el culto de la vida mediante la modulación de los dos impulsos esenciales
de nuestro corazón: el amor y el sufrimiento.
Quien conjugue estos dos factores,
tiene resuelta la incógnita de la vida. Muchas son las fuerzas divergentes que nos
someten a gran tensión interior, arrastrándonos hacia el tedio y la desconfianza en la
divina providencia, pero el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones (Rom. 5,5), fijaos que S. Pablo no dice que haya sido conquistado, sino derramado, como
un rocío universal que empapa y envuelve el cosmos, pero que desea mucho más
penetrar en el corazón del hombre, por tanto en tu corazón.
Como decían los monjes de la Edad Media, elevémonos como una flecha de
amor que busca clavarse en el costado de Cristo, usque ad ipsum Cor Iesu, (hasta el
mismísimo Corazón de Cristo) sin hacerle ya más daño, sino intentando consolar a
tan buen Redentor, a tan insigne Maestro, a Jesús, fuente de maravillas, ningún otro
como Él, Él nos salvará y a pesar de toda oscuridad que nos toque atravesar, su
Corazón, manso y humilde, nos dará descanso.

¡Sí, Llévanos contigo Señor y corramos juntos por los caminos de esta vida (cf.
Cantares 1, 4) y sigamos al Cordero Divino adonde quiera que Él vaya! (cf. Ap 14,4),
pues al buen Jesús sea gloria y honor por siempre.
¡Sagrado Corazón de Jesús, en tí confío!
Luis Miguel Castillo
Rector
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