Si ayer celebrábamos el Jueves Santo con gran regocijo, hoy el viernes nos
sumerge en la terrible conmemoración de la pasión del Señor Jesús.
Por cuanto parece, pues así Dios lo hizo, para sanear la humanidad caída en el
pecado, era necesario que el Cristo sufriese pasión y entrase en la muerte, como uno
más entre tantos… Esto nos hace temblar, porque nos emociona y nos conmociona y
nos denuncia y por qué no decirlo nos embarga en el agradecimiento inmenso a un
Dios capaz de compartir lo más oscuro de la condición humana. Estamos en deuda
con Dios, estamos en deuda con el Amor. Que nadie se sienta satisfecho de sí
mismo, mirando el espectáculo de la Cruz de Cristo. Dios es Amor y es Luz sin
ocaso, según nos dicen los escritos de S. Juan, y ese amor ha querido expresarse en
una pasión y esa luz se ha eclipsado tras el sufrimiento y muerte del Redentor. Pero
ni el amor ni la luz han desaparecido, sino que están velados en la carne sufriente
del Salvador, hay que saber descubrirlos en una mirada penetrante, o sea de Fe, al
crucificado. La
liturgia de la Pasión nos invita a hacerlo cuando dice “Mirad el árbol de la Cruz donde estuvo clavada la salvación del mundo”.
Esta mirada que reconoce a Dios en medio del dolor no es posible si no nos centramos en la Verdad y escapamos de la dispersión mentirosa que nos atrapa continuamente con tantos reclamos mundanos que experimentamos en esta vida. Miremos pues este Viernes Santo otra vez la cruz, a modo de autopsia, para descubrir la causa última de la muerte de tan gran Señor, que no es el motivo político, por la condena de los gobernantes, sino consecuencia del excesivo amor de Dios. Sólo el amor puede reclamar tan gran dolor.
liturgia de la Pasión nos invita a hacerlo cuando dice “Mirad el árbol de la Cruz donde estuvo clavada la salvación del mundo”.
Esta mirada que reconoce a Dios en medio del dolor no es posible si no nos centramos en la Verdad y escapamos de la dispersión mentirosa que nos atrapa continuamente con tantos reclamos mundanos que experimentamos en esta vida. Miremos pues este Viernes Santo otra vez la cruz, a modo de autopsia, para descubrir la causa última de la muerte de tan gran Señor, que no es el motivo político, por la condena de los gobernantes, sino consecuencia del excesivo amor de Dios. Sólo el amor puede reclamar tan gran dolor.
Si no se descubre el amor en la pasión, o el amor de Dios
en nuestros sufrimientos, todo se torna un suplicio insoportable, mas con Dios allí
donde penetra el amor todo se puede llevar, porque el amor todo lo soporta, todo lo
perdona, todo lo espera. El amor divino ha entrado incluso en los infiernos, en el
mundo de ultratumba, con la sepultura de Jesús, y allí donde llega el amor todo se
hace nuevo, por eso Cristo con su muerte y sepultura está renovando de raíz el
frondoso pero delicado árbol de la humanidad.
Este es el gran culto al Dios vivo, el ofrecido por su propio Hijo, culto cuyo eco
recibimos en la celebración de la divina liturgia, sin este punctummovens, punto que
mueve todo lo demás, por santos que pareciesen nuestros sacramentos, estarían
vacíos. Esta pasión crudamente real, nos libera por otra parte de la tiranía emotivista
y sentimentaloide de nuestras piedades y fantasías religiosas, a veces deformadas.
El siervo de Dios, dice la lectura de Isaías, “no parecía hombre, estaba
desfigurado” lo que referimos a Cristo y por extensión a todos los justos de la
historia que con Cristo han sufrido. ¡Ay, qué criterio tan distinto rige la vida de los
hombres en nuestros días! La vida social, cultural, la educación y aún la predicación
y la teología parecen rendir vasallaje al ídolo del “bienestar” como eje de nuestro
pensamiento y de organización de la vida humana; pero la vida es frágil y llena de
incertidumbre, un pequeño y miserable virus nos ha puesto en jaque en la presente
pandemia que padecemos, mirad qué seguridades tenemos…
Nuestra paz más duradera nunca procederá de nuestras falsas seguridades ni de la cota de bienestar que con el progreso hemos alcanzado, sino que procederá de la confianza en Dios, como la que expresa el siervo sufriente de Dios, que se desfigura con el sufrimiento, para transfigurarse por la potencia del amor. Ahora no, ahora lo que queremos todos es alcanzar, a modo de caricatura, una buena morfología, que nos dé una alegría superficial y pasajera, placentera, descuidando entregar la vida a Dios, como expiación, para poder dejar una herencia sólida para la humanidad ”cuando entregue su vida como expiación verá su descendencia”. Pasemos pues de la grotesca y jaleada buena vida, propia de los espejismos del mundo, a la vida buena, la vida con Dios, anunciada por el Evangelio.
Nuestra paz más duradera nunca procederá de nuestras falsas seguridades ni de la cota de bienestar que con el progreso hemos alcanzado, sino que procederá de la confianza en Dios, como la que expresa el siervo sufriente de Dios, que se desfigura con el sufrimiento, para transfigurarse por la potencia del amor. Ahora no, ahora lo que queremos todos es alcanzar, a modo de caricatura, una buena morfología, que nos dé una alegría superficial y pasajera, placentera, descuidando entregar la vida a Dios, como expiación, para poder dejar una herencia sólida para la humanidad ”cuando entregue su vida como expiación verá su descendencia”. Pasemos pues de la grotesca y jaleada buena vida, propia de los espejismos del mundo, a la vida buena, la vida con Dios, anunciada por el Evangelio.
Hermanos esto ¿cómo hacerlo, sino entregándonos confiadamente a Dios
como Jesús hizo en la cruz al decir “a tus manos Señor encomiendo mi espíritu”?
Todos tenemos que ejercitarnos en el difícil arte de entregarnos confiadamente a
Dios para que llegada nuestra muerte lo hagamos sin solución de continuidad,
suavemente, dulcemente, piadosamente, superando así las duras fatigas del alma.
Hay realidades que sólo el corazón capta y no los sentidos y donde se atemoriza la
racionalidad del hombre se enfervoriza el corazón intrépido movido por la Fe,
pasando por encima del muro oscuro del sufrimiento y de la muerte. Cuando
hagamos esto habremos entrado en el imperio del amor.
Hay un detalle, que cada viernes santo recordamos y no es insignificante, el
que junto a la Cruz del Señor estaba María su madre, también S. Juan y algunas
piadosas mujeres. Esto proporciona un toque delicado, femenino, humano, como
sólo una mujer y madre sabe hacer. Es necesario que donde haya pasión haya
compasivos, junto a las cruces, como la madre pura dolorosa, endulzando, ya que
no
pueden eliminar, el sufrimiento de los hermanos.
María y todas las Marías de la
historia, está como oferente junto a la Cruz, que es algo mucho mayor que estar
como oficiante. Podemos ser oficiantes de liturgia, celebrando las santas ceremonias
de la iglesia, pero no llegar a ser oferentes, o sea a ofrecer a Dios lo que somos,
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entregando la vida, como María entregaba su Hijo al Padre. Todo oferente es buen
oficiante, pero no todo el que oficia alcanza a ser oferente. No es un juego de
palabras. Aprendamos a llevar el dolor de la vida en el corazón como María, la más
que santa María y a observar el silencio del sábado santo a lo largo de nuestras vidas
cuando no comprendamos muchas veces qué nos está pasando, guardándolo todo
como Ella en el corazón.
¡PASIÓN DE CRISTO, CONFÓRTAME!
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