sábado, 11 de abril de 2020

Viernes Santo 2020

HOY ES VIERNES SANTO

 Si ayer celebrábamos el Jueves Santo con gran regocijo, hoy el viernes nos sumerge en la terrible conmemoración de la pasión del Señor Jesús.

 Por cuanto parece, pues así Dios lo hizo, para sanear la humanidad caída en el pecado, era necesario que el Cristo sufriese pasión y entrase en la muerte, como uno más entre tantos… Esto nos hace temblar, porque nos emociona y nos conmociona y nos denuncia y por qué no decirlo nos embarga en el agradecimiento inmenso a un Dios capaz de compartir lo más oscuro de la condición humana. Estamos en deuda con Dios, estamos en deuda con el Amor. Que nadie se sienta satisfecho de sí mismo, mirando el espectáculo de la Cruz de Cristo. Dios es Amor y es Luz sin ocaso, según nos dicen los escritos de S. Juan, y ese amor ha querido expresarse en una pasión y esa luz se ha eclipsado tras el sufrimiento y muerte del Redentor. Pero ni el amor ni la luz han desaparecido, sino que están velados en la carne sufriente del Salvador, hay que saber descubrirlos en una mirada penetrante, o sea de Fe, al crucificado. La
liturgia de la Pasión nos invita a hacerlo cuando dice “Mirad el árbol de la Cruz donde estuvo clavada la salvación del mundo”.
 Esta mirada que reconoce a Dios en medio del dolor no es posible si no nos centramos en la Verdad y escapamos de la dispersión mentirosa que nos atrapa continuamente con tantos reclamos mundanos que experimentamos en esta vida. Miremos pues este Viernes Santo otra vez la cruz, a modo de autopsia, para descubrir la causa última de la muerte de tan gran Señor, que no es el motivo político, por la condena de los gobernantes, sino consecuencia del excesivo amor de Dios. Sólo el amor puede reclamar tan gran dolor.

Si no se descubre el amor en la pasión, o el amor de Dios en nuestros sufrimientos, todo se torna un suplicio insoportable, mas con Dios allí donde penetra el amor todo se puede llevar, porque el amor todo lo soporta, todo lo perdona, todo lo espera. El amor divino ha entrado incluso en los infiernos, en el mundo de ultratumba, con la sepultura de Jesús, y allí donde llega el amor todo se hace nuevo, por eso Cristo con su muerte y sepultura está renovando de raíz el frondoso pero delicado árbol de la humanidad.

Este es el gran culto al Dios vivo, el ofrecido por su propio Hijo, culto cuyo eco recibimos en la celebración de la divina liturgia, sin este punctummovens, punto que mueve todo lo demás, por santos que pareciesen nuestros sacramentos, estarían vacíos. Esta pasión crudamente real, nos libera por otra parte de la tiranía emotivista y sentimentaloide de nuestras piedades y fantasías religiosas, a veces deformadas.
El siervo de Dios, dice la lectura de Isaías, “no parecía hombre, estaba desfigurado” lo que referimos a Cristo y por extensión a todos los justos de la historia que con Cristo han sufrido. ¡Ay, qué criterio tan distinto rige la vida de los hombres en nuestros días! La vida social, cultural, la educación y aún la predicación y la teología parecen rendir vasallaje al ídolo del “bienestar” como eje de nuestro pensamiento y de organización de la vida humana; pero la vida es frágil y llena de incertidumbre, un pequeño y miserable virus nos ha puesto en jaque en la presente pandemia que padecemos, mirad qué seguridades tenemos…
 Nuestra paz más duradera nunca procederá de nuestras falsas seguridades ni de la cota de bienestar que con el progreso hemos alcanzado, sino que procederá de la confianza en Dios, como la que expresa el siervo sufriente de Dios, que se desfigura con el sufrimiento, para transfigurarse por la potencia del amor. Ahora no, ahora lo que queremos todos es alcanzar, a modo de caricatura, una buena morfología, que nos dé una alegría superficial y pasajera, placentera, descuidando entregar la vida a Dios, como expiación, para poder dejar una herencia sólida para la humanidad ”cuando entregue su vida como expiación verá su descendencia”. Pasemos pues de la grotesca y jaleada buena vida, propia de los espejismos del mundo, a la vida buena, la vida con Dios, anunciada por el Evangelio.

Hermanos esto ¿cómo hacerlo, sino entregándonos confiadamente a Dios como Jesús hizo en la cruz al decir “a tus manos Señor encomiendo mi espíritu”? Todos tenemos que ejercitarnos en el difícil arte de entregarnos confiadamente a Dios para que llegada nuestra muerte lo hagamos sin solución de continuidad, suavemente, dulcemente, piadosamente, superando así las duras fatigas del alma.

 Hay realidades que sólo el corazón capta y no los sentidos y donde se atemoriza la racionalidad del hombre se enfervoriza el corazón intrépido movido por la Fe, pasando por encima del muro oscuro del sufrimiento y de la muerte. Cuando hagamos esto habremos entrado en el imperio del amor.

Hay un detalle, que cada viernes santo recordamos y no es insignificante, el que junto a la Cruz del Señor estaba María su madre, también S. Juan y algunas piadosas mujeres. Esto proporciona un toque delicado, femenino, humano, como sólo una mujer y madre sabe hacer. Es necesario que donde haya pasión haya compasivos, junto a las cruces, como la madre pura dolorosa, endulzando, ya que no
 pueden eliminar, el sufrimiento de los hermanos.
 María y todas las Marías de la historia, está como oferente junto a la Cruz, que es algo mucho mayor que estar como oficiante. Podemos ser oficiantes de liturgia, celebrando las santas ceremonias de la iglesia, pero no llegar a ser oferentes, o sea a ofrecer a Dios lo que somos, 3 entregando la vida, como María entregaba su Hijo al Padre. Todo oferente es buen oficiante, pero no todo el que oficia alcanza a ser oferente. No es un juego de palabras. Aprendamos a llevar el dolor de la vida en el corazón como María, la más que santa María y a observar el silencio del sábado santo a lo largo de nuestras vidas cuando no comprendamos muchas veces qué nos está pasando, guardándolo todo como Ella en el corazón.



¡PASIÓN DE CRISTO, CONFÓRTAME! 

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